Están las calaveritas de azúcar, el pan de muerto, las velas, y las fotos de los que ya no están. Unos, dice una manta que cuelga del kiosco, murieron sin encontrar la verdad. Otros, que habían estado ausentes, ilocalizables, se localizaron gracias a un perfil genético. Es decir, la sangre de uno se juntó con la de otro —una madre, un padre, un hermano— y se volvieron a encontrar.
Mujeres que visten unas camisetas rojas que cargan en la espalda la leyenda “¿Dónde están?”, se hincan en el piso y acomodan con mucho cuidado, inclusive hasta con un poco de ternura, las flores de cempasúchil. Se empiezan a formar letras en el centro de esta ofrenda marcando el camino que guía hacia los rostros de todos aquellos que se honran hoy. Al pararse, y dar unos pasos hacia atrás, el grito colectivo de estas mujeres se lee: J U S T I C I A.
Las mujeres vestidas de rojo son parte de la Agrupación de Mujeres Organizadas por los Ejecutados, Secuestrados y Desaparecidos de Nuevo León (AMORES), un grupo de más de 80 familias en el norte de México que buscan a sus seres queridos desaparecidos. En este último día del mes de octubre decidieron honrar la memoria de sus compañeras y compañeros que murieron sin saber el destino de sus familiares. Que murieron sin recibir respuestas del Estado mexicano.
También, recuerdan a las seis personas que después de buscar y buscar lograron encontrar e identificarlas genéticamente.
“Esta ofrenda es para nuestros familiares que se fueron esperando encontrar a nuestros hijos, esposos, hermanos, y que tristemente se nos adelantaron. No pudieron saber nada de nuestros hijos,” me explicó la Sra. Virginia Buenrostro.
Los altares de Día de Muertos son coloridos, imponentes, conmovedores. Y también, dolorosos. Devastadores. Esa primera ofrenda que se levanta a los que recién se fueron termina por acabar la vida que se tuvo con aquellos que ahora están en esa foto en el centro de la ofrenda.
Si la mente había logrado evadir, si el cuerpo había evitado reconocer, si el alma aún no estaba lista, aquí se define todo: nuestra vida sin ellas, sin ellos. Las risas se asoman, por supuesto. Al poner la bebida, comida, o dulce que más les gustaba, los recuerdos saltan. Nos transportamos a ese momento, deseamos quedarnos ahí, aunque sea por unos respiros, pero siempre terminamos regresando aquí. Frente al altar de nuestros muertos.
En este altar que está en la plaza principal del centro de Monterrey, Nuevo León, mejor conocida como la Macroplaza, la desolación se contagia hasta a los que no conocimos a los de las fotos. La manta que cuelga tiene 14 fotos de integrantes de AMORES que murieron “sin encontrar verdad y justicia.”
Esta Doña Eva Luján, quien desde 2011 buscó justicia por la ejecución extrajudicial de su hijo, Gustavo Acosta. A Doña Eva la conocí en 2017 afuera de la Catedral Metropolitana de Monterrey después de una misa organizada por AMORES en memoria de las personas desaparecidas y ejecutadas. Sentada en una silla de ruedas y cargando un retrato de su hijo Gustavo, rememoró ese primero de septiembre cuando la Marina tocó a la puerta de su casa en el municipio de Apodaca.
Gustavo quitó los cerrojos, y de una patada tiraron la puerta. Rodeado por hombres encapuchados que usaban el chaleco de la Marina, Gustavo, de 30 años, levantó las manos. “Pero aún así, le dispararon,” me contó Doña Eva, quien iba acompañada de su hija Karen.
Era un sicario, declaró la Marina. Y Gustavo no murió protegiendo a su padre enfermo, quien murió en 2014. Gustavo, de 30 años, hijo de Eva y Gustavo, de Apodaca, Nuevo León, murió en un enfrentamiento como “un presunto delicuente”.
“Siempre les dije a mis hijos que no les pasaría nada. Y mira... dentro de mi propia casa,” son las palabras de Doña Eva que se quedaron conmigo.
También está Evangelina Arreola, quien fue privada de su libertad en 2011 junto a su hijo Daniel. Evangelina logró ser rescatada, pero su hijo continúa desaparecido. Y a un lado, está José Cruz Sánchez Hernández quien murió el año pasado tras contagiarse de Covid, sin haber encontrado a su hijo José Cruz Sánchez Estala desaparecido en 2012 a sus 23 años.
Y al otro lado está David Ibarra Ovalle, quien junto a su esposa Virginia Buenrostro, buscaba desde 2010 a su hijo David, su hija Jocelyn y su novio José Ángel, y a Juan Manuel Salas, empleado de la empresa familiar.
En la parte de abajo de la manta están los seis que regresaron a casa. Jesús García Martínez, policía de Escobedo, quien fue desaparecido en mayo de 2010 e identificado genéticamente en febrero de 2017. Mauricio Alejandro Garza Vélez desaparecido en agosto de 2011, e identificado genéticamente un año después. Alejandro había sido asesinado.
Los nombres siguen. Aquí y en el resto del país. Muchísimos más siguen sin poder ser nombrados. Para ellos y ellas no hay altares porque vivos se los llevaron y vivos deben ser regresados.