Unos días antes de cumplir 30 años, me encontraba en la casa de una familia que lleva 17 años buscando a su hija, de entonces 16 años, que fue desaparecida en el norte de México. Ese viernes pasé horas platicando con su madre hasta que por la noche, detuvo la conversación: “es que mi esposo cumple años.”
Por la mañana, la señora había pasado horas en la Fiscalía, esperando recibir algún avance de la investigación. Después, comenzó a organizar, junto a otras familias, la búsqueda del domingo que sería en un ejido donde alguien les había dicho que ahí habían escondido cuerpos.
Al día siguiente, le llevé un pastel al señor para disculparme por haber interrumpido el tiempo familiar. Coloqué unas velitas en el pastel, y le dije que pidiera un deseo. Mis palabras trajeron un silencio que nunca había sentido. Levantó la mirada, volvió a bajarla y sopló las velitas. Al alejarse del pastel, soltó una exhalación profunda que hasta el día de hoy sigo sintiendo en mi pecho.
Las lágrimas no salieron hasta días después ya de regreso en Ciudad de México. Mi hermana me había organizado una fiesta sorpresa justo la noche que iba a tener un primer encuentro — aún no sé si fue cita— con un chico que por primera vez en años levantaba mi curiosidad en todos los sentidos. Colocaron el pastel sobre la mesa, y mientras acomodaban las velitas, sentía de nuevo ese silencio. Pero el chico estaba sentado junto a mí, y mi familia me rodeaba, así que (tenía) que seguir sonriendo. “Pide un deseo,” dijo alguien. Cerré los ojos para detener las lágrimas y mi único deseo fue poder “con esto”, con esta investigación que apenas empezaba.
El día siguiente compartía con el chico lo que había sentido mientras cantaban las mañanitas y solté las lágrimas, por fin. ¿Cómo le dije que pidiera un deseo? ¿Cómo no pensé que su único deseo es volver a ver a su hija?
Hoy 14 de junio son seis años desde ese día. Yo sigo cumpliendo años y ellos siguen buscando a su hija.
Desde el verano pasado durante las protestas del movimiento Black Lives Matter en Estados Unidos, comencé a toparme con varios textos que reclamaban la “alegría negra” (o black joy) como una acción de mostrar que las experiencias de vida de las personas negras no están definidas por la esclavitud, la segregación, y el racismo sistémico.
Asimismo, este año durante la cobertura del 8M, noté que había un intento colectivo de incluir en la conversación un cuestionamiento sobre cómo podemos celebrarnos ante el trauma y las múltiples violencias que enfrentamos las mujeres. Y me di cuenta que cada vez estaban llegando a mi, textos que hablaban de la “celebración de la vida”, pero lejos del discurso dominado por frases motivacionales en Instagram, self-care tips, y tiempo de decretar ante el espejo. Un discurso que no tapa la violencia del Estado, las dinámicas de poder que nos rodean, y nuestras interseccionalidades (en este punto obvio falta mucho más). Uno de los textos decía:
“Tal vez tendría que ser un día en el que todos podamos disponer de esa participación colectiva en una jornada de recordación, de celebración de la vida, de dimensión política participativa, reunión y discusión. A la altura de lo que, para nosotros los argentinos, significa el 24 de marzo, cuando decimos presente por los treinta mil desaparecidos de la dictadura cívico militar en Argentina.”
Indagando más sobre este tema encontré un artículo académico (que sigo sin terminar de leer) sobre el empoderamiento comunitario a través de las estrategias de la alegría. Habla sobre como el principal enfoque de los estudios sobre la memoria luego del conflicto armado interno en Perú era el dolor de la víctima y el análisis de su discurso. Esas primeras palabras me pegaron porque el periodismo en México, o al menos el mío, se ha enfocado en eso y nunca quedo satisfecha con lo que escribo. Más allá de mi auto exigencia, sé que es porque hasta el momento no he logrado incluir, transmitir y dimensionar la importancia —¡el poder!— del amplio espectro de emociones que durante estos seis años familias de personas desaparecidas, especialmente mujeres, han compartido conmigo.
Estas palabras empezaron a resonar en mi por el “aquí” en el que vivo, aunque mi aquí está lejos de la posviolencia. Pero sigo leyendo y buscando estretegias de alegría que otres ya han creado y puesto en marcha aquí y en otras partes del mundo. Empiezo un nuevo ciclo, y aunque esta vez mi deseo al apagar las velitas fue “simplemente estar tranquila”, sé que ahora más que nunca nuestros deseos tienen que ser ambos, personales y comunitarios, y nuestro concepto de alegría tiene que ser redefinido. Entonces, ¿Cómo podemos crear alegría colectiva, sin eliminar las verdades dolorosas de nuestro entorno (o nuestras vidas), y compartirla libremente?
p.s. El chico se fue a los pocos meses porque ya nunca dejé de llorar. Sorry not sorry.
Recomendaciones
No traigo recomendaciones porque no sé si vengan aquí para eso, entonces si ustedes tienen recomendaciones para mí pues mucho mejor. Y bueno, ¡¿por qué nadie me había hablado de Erocdog?! A lo mejor en la próxima entrega, les presento a mis diosas caninas.
Gracias por leerme, comentar, compartir y todo eso. Hasta la próxima.
Que bonita reflexión de cumpleaños. Yo cometí un error similar al de tus velitas en Myanmar. Me sentí pésimo y al pedir disculpas me dijeron que sabían que había venido de una buena intención y que nunca se debe dejar de desear lo imposible. ¿Me puedes compartir ese artículo académico del empoderamiento comunitario a través de las estrategias de alegría?